El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir
Autor: Carlos J. González S
"La actualidad de Emil Cioran, un maestro nihilista para habitar el presente"
A continuación se transcribe la traducción de la entrevista que Rodrigo Menezes realizó en Brasil a Carlos Javier González Serrano, presidente de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer, profesor de Filosofía y Psicología, especialista en la obra de Emil Cioran y autor del libro Una filosofía de la resistencia (Destino, 2024).Rodrigo Menezes (RM).
Estimado Carlos Javier, le agradezco mucho por concederme esta entrevista. Sigo su trabajo autoral, docente y editorial desde hace muchos años. Me interesa pensar la relación histórico-filosófica de Cioran con los autores alemanes a los que usted se dedica, como Schopenhauer y, aún más, Mainländer (por su oscuridad y marginalidad). De manera general, ¿dónde ubica usted a Cioran entre Schopenhauer, Mainländer y Nietzsche en la historia de la filosofía? En su interpretación, ¿a cuál de ellos se acercaría más el filósofo rumano?
Carlos Javier Gonzáles Serrano (CJGS). Es cierto que Cioran suele ser adscrito, con cierta facilidad, al grupo de los «pesimistas filosóficos». Sin embargo, es muy conveniente matizar esta postura que puede resultar natural. Es indudable que, en el panorama decimonónico, Arthur Schopenhauer inauguró lo que podríamos llamar «pesimismo moderno», y sin duda es el autor más conocido de la corriente pesimista. Ahora bien, el pesimismo de Schopenhauer surge, sobre todo, como un resultado metafísico de la observación del mundo; su filosofía guarda aún el anhelo kantiano de dar sistematicidad (si bien orgánica) a la experiencia en su conjunto. Como él mismo apuntó, la realidad es un jeroglífico que hay que descifrar, cuya clave interpretativa (o llave, Schlüssel) es la voluntad (Wille). Esta voluntad hace de nosotros seres escindidos entre el entendimiento o inteligencia (Verstand), cuyo correlato físico es el cerebro, y el deseo. Pero más allá de esta caracterización física, lo relevante en Schopenhauer es su posición manifiestamente metafísica: la voluntad no es sólo lo que nos constituye como individuos, sino también la sustancia que subyace a toda la realidad. Es su fundamento (Grund), si bien irracional, que sólo desea y, por tanto, y esto es fundamental, también nos aboca a abismos (Abgrund) de todo tipo. En este sentido, la negación de la voluntad se sitúa como la acción más digna que puede llevar a cabo un ser humano.
En Philipp Mainländer, discípulo crítico y radical de Schopenhauer, se mantiene este ahínco metafísico, pero a diferencia del maestro, en quien la voluntad es una e indivisible, en Mainländer asistimos a su descomposición: cada uno de los individuos es una parte de una unidad primigenia (Dios) que, en un primer momento, decidió darse muerte a sí misma para constituir así la vida del mundo («Gott ist gestorben, und sein Tod war das Leben der Welt»). Por tanto, en el sistema de Mainländer, todo se aboca a una desaparición que ya está predeterminada desde el inicio de los tiempos: somos fragmentos de una sustancia primordial y, como parte de su proceso de descomposición, también nosotros estamos encaminados hacia la Nada (Nichts). En su sistema, el suicidio queda así justificado, a diferencia de Schopenhauer, quien defendió que el suicidio supone una rendición ante las garras de la voluntad, que nos espolea continuamente. Al contrario, en Mainländer, el suicidio (Selbstmord) se conceptualiza como una suerte de lucidez que no se debería condenar: quien comete suicidio es porque ha llegado a comprender el natural desenvolvimiento del mundo. Él mismo se dio muerte a sí mismo tras recibir los primeros ejemplares de su obra magna, la Filosofía de la redención (Philosophie der Erlösung) en 1876. Aunque no es la meta mainländeriana, o al menos no la única: para el pensador de Offenbach am Main, existe una figura fundamental, central en su pensamiento y en la historia humana, el héroe sabio (weise Held), que ha llegado a comprender la dinámica de la realidad y que, en este sentido, persevera en la existencia para ayudar al resto a comprenderla y asumirla, a pesar de los sufrimientos que esta conciencia puede llegar a suponer.
En Cioran, a pesar de su tendencia místico-religiosa (que siempre tuvo presencia en su vida y en su obra), no existe este anhelo metafísico ni mucho menos sistemático. En numerosos pasajes arremete contra la necesidad de desarrollar un sistema cerrado: cualquier biografía se desarrolla en un continuo fluir que no puede quedar supeditado a la rigidez de un sistema. Además, el pesimismo de Cioran no esconde un fundamento metafísico, sino que tiene que ver con las vivencias cotidianas, sumidas en el absurdo (en este punto, su pensamiento queda en parte hermanado con el de Albert Camus).
En nuestro cotidiano vivir asistimos sentimentalmente a un desfondamiento de la realidad: nada de cuanto existe tiene una razón por la que es, salvo la de estar en el mundo, es decir, su pura facticidad. Por tanto, estamos sujetos a un azar imposible de sortear, y la vida, en su carnalidad, nos expone a un tránsito del que no podemos dar razón. Al contrario de lo que suele decirse, en Cioran este sometimiento a lo azaroso se convierte en un humanismo radical: al darme cuenta de mi propio sufrimiento, también lo supongo en los demás, e intento mitigarlo para no hacer de este mundo un valle de lágrimas. Al menos, para no acrecentar el dolor y el sufrimiento. Frente al absurdo que Albert Camus presenta en El mito de Sísifo, que nos enfrenta al abismo de nuestra libertad y que se supera a través de la acción comprometida (con el mundo, con el otro, con la sociedad y mediante el empeño por alcanzar la justicia), en Cioran, al contrario, todo está perdido desde el principio para quien conoce la dinámica del mundo. Aquí reside la valentía de su pensamiento, su heroica propuesta como filósofo del absurdo que, lejos de dar un no a la vida, le planta cara (con todos sus miedos, pesadumbres, incertidumbres y pesares) y –en parte con humor, en parte con un ácido sarcasmo– decide afirmarla hasta sus últimas consecuencias. Surge así lo que Cioran llama «el método de la agonía».
Se puede existir de muchas formas; pero para vivir, humana y plenamente, sólo existe un camino: asumiendo el sentimiento de lo irreparable, de lo irremediable, que acompaña siempre a la conciencia despierta. Por tanto, la filosofía de Cioran encierra un rotundo sí a la vida… a pesar de todo. Ya escribió el autor rumano que «Vivir es tan sólo no pedir ni esperar nada más de la vida. […] Los grandes solitarios no se retiraban para prepararse para la vida, sino para soportar, interiorizados y resignados, la liquidación de la misma». Al fin y al cabo, pisar el abismo puede permitir, precisamente, tener un suelo que pisar: cuando todo está perdido no hay nada que perder ni que ganar. La vida se conquista en su radical asunción. Tal es el gran legado de Cioran. Un legado que no se ha sabido entender (y que sigue malinterpretándose) pero que llama a una lucidez que no atemoriza, sino que calma y nos hace reposar en la certeza de que, en esta vida, nada se resuelve. ¿Necesitamos, acaso, alguna otra certidumbre?
R.M. ¿Cómo pensar hoy la relación entre optimismo y pesimismo en los tiempos modernos? Considero estas nociones sobre todo en términos filosóficos, pero también en términos culturales generales, más allá de las teorías filosóficas. La Modernidad suele ser considerada un proyecto civilizatorio cuyo objetivo es la realización perfecta de la felicidad y la optimización del bienestar humano en el mundo, con medios eminentemente humanos (fundamentalmente, un proyecto secular y tecnocientífico de la Razón). La Modernidad sería, pues, instintivamente antipesimista, «alérgica», por así decirlo, a ideas y contenidos de tipo trágico-pesimista (por ejemplo, la doctrina del pecado original, o la Caída, según Cioran). Leibniz, Spinoza y Hegel suelen ser considerados filósofos optimistas de los tiempos modernos, mientras Schopenhauer, Mainländer y Cioran, pesimistas. ¿Cuál es hoy la relevancia de estos pensadores para nuestra cultura globalizada? ¿Cuál es la importancia del (de los) pesimismo(s) filosófico(s) en estos tiempos de «positividad tóxica»?
C.J.G.S. He escrito por extenso en prensa y hablado en radio y televisión sobre este asunto y lo he tratado en muchas conferencias; siempre reivindico la necesidad de pensar las relaciones entre pesimismo y vida buena. Nuestra vida está absolutamente contaminada por un imperativo de felicidad que nos conduce a pensar la realidad en términos de (entera) disponibilidad, como si todo estuviera a nuestro alcance, como si no hubiera impedimentos estructurales y sistémicos que pudieran trastocar nuestras ilusiones de felicidad. El fracaso y la frustración están vetados del universo humano, al igual que la muerte, y todo lo oneroso y doloroso tiende a ocultarse. Cada vez se esconden más en las ciudades lugares como hospitales, tanatorios o residencias de mayores. Además, y es lo más peligroso, desde la autoayuda, numerosos gurús invaden la esfera emocional de la población y fomentan la creación de lo que llamo “pensamiento mágico”, es decir, pensar que las cosas van a ir bien porque así lo creamos o deseemos. Nuestro deseo no se aviene a la realidad, y es conveniente tenerlo en cuenta.
Por otro lado, en una línea que podría suscribir Cioran, ser conscientes del propio mal (y del mal ajeno, del sufrimiento y del dolor que somos y que habita en y entre nosotros) es comenzar a ser conscientes de nuestra realidad. Sin reflexionar sobre el mal, sobre el sufrimiento, sobre los males de nuestro tiempo, nos resulta imposible cambiar las cosas. O, al menos, preguntarnos si podemos cambiarlas. Al contrario, el optimismo tiende a dejar todo en su sitio, es un mecanismo de pensamiento que nos hace estáticos, que nos deja inermes: todo es tan bueno como puede ser.
El pesimismo y su ejercicio es, o puede llegar a ser, revolucionario: nos hace ver qué va mal y analiza qué puede cambiarse, permite comprobar e investigar aquellas estructuras (sean biológicas, sociológicas, políticas o antropológicas) que hacen que el sufrimiento continúe su camino libremente. El pesimismo nos invita permanentemente a pensar y, sobre todo, a pensarnos.
De hecho, si echamos un vistazo a la historia de las ideas, en el pesimismo rastreamos la raíz del pensamiento e incluso de la filosofía. Esto se ve ya en uno de los grandes libros sapienciales de la Biblia, el libro de Job, en el que el mismísimo Yahvé es tentado por el diablo para probar a su más leal siervo, Job, que se ve cuestionado por sus amigos más cercanos. O en el Eclesiastés, uno de los más hermosos textos de la literatura universal, que nos hace ver el mundo como un valle de lágrimas.
Por tanto, defiendo que el pesimismo es una auténtica revolución, frente al imperativo de la felicidad con el que intentan endulzar nuestras emociones y aplacar nuestra potencia individual y comunitaria para cambiar las cosas. Hasta bien entrado el siglo XVIII, salvo algunas excepciones, y bajo el dominio del pensamiento teológico occidental, se pensaba que el mundo era como debía ser; Dios se esconde tras todo acto y, en este sentido, todo guarda un significado que desconocemos. Cabe preguntarse (y así lo hacían los pensadores de aquellos tiempos): si Dios es bueno, ¿puede querer nuestro mal? Y sin embargo, el mal existe. El pesimismo cuestiona, ya desde Voltaire en su breve y fantástica novela Cándido, ese trono divino. No por esperar que todo vaya a salir bien crearemos un mundo mejor. Todo lo contrario. El mundo, lo queramos o no, es como es, y tenemos que pensarlo como es. No sirven excusas. El pesimismo no llama a la rebelión, pero sí a la revolución intelectual: vivimos invadidos por un meloso y muy peligroso imperativo de felicidad, rodeados de libros de autoayuda que nos hacen creer que hemos nacido para ser felices.
Están creando seres humanos muy poco humanos, poco preparados para sufrir: se está patologizando todo lo que tiene que ver con el dolor y el sufrimiento, cuando la insoslayable realidad es que todos sufrimos pérdidas, rompemos con nuestra pareja, tenemos crisis con los amigos o en el trabajo, y, sin embargo, nos están abocando a una sociedad medicalizada, torturada porque no sabe que en el meollo de la existencia también se encuentra el sufrimiento. El pesimista no dice que tenemos que sufrir, sino que debemos estar preparados para sufrir. En este sentido, el pesimista es un revolucionario: no quiere dejar el mundo como es, pero tampoco crea falsas expectativas. Nos sitúa en él como privilegiados y muy realistas espectadores.
R.M. ¿Usted está de acuerdo con Brunetière en que el optimismo es ante todo una metafísica, mientras que el pesimismo es por principio una moral, antes de ser una metafísica? A propósito de la inevitable implicación entre metafísica, moral (o ética) y política, el pesimismo suele ser considerado una actitud y perspectiva filosófica reaccionaria, mientras una actitud moderna, progresista, o aun revolucionaria, debe ser opuestamente optimista. ¿Es posible ser filosóficamente pesimista (hasta en el plano metafísico de especulación, antropológico y ontológico) y, sin embargo, no ser ni querer ser reaccionario, su antípoda?
C.J.G.S. Creo, más bien, lo contrario. Que el optimismo es una actitud natural en todos los seres humanos. Es imposible vivir sin un horizonte de sentido, sin un mañana al que proyectarnos. Inevitablemente, tenemos que pensar que mañana sobreviviremos, que seguiremos en disposición de intervenir en nuestros asuntos y que (en parte) estará en nuestra mano determinar las condiciones en que nuestra vida se desarrollará. Ahora bien, tras este inevitable optimismo biológico (al que podemos aludir como “actitud natural”) se esconden numerosas corrientes que intentan hacer pasar el optimismo como una imposición ante cualquier tipo de adversidad.
A lo largo de nuestra vida, las circunstancias se nos ponen en contra en multitud de ocasiones, y pensar que “todo acabará por ir bien” puede desembocar en frustraciones y posiciones patológicas como la ansiedad, la obsesión o incluso la paranoia o la psicosis. El optimismo ha arraigado en nuestro tiempo como posición metafísica porque nos han acostumbrado, desde instancias políticas y económicas, a vivir en la precariedad y en la crisis constante. Deberíamos cuestionar, más bien, cuáles son las estructuras sistémicas que facilitan (e imponen) este tipo de posiciones, es decir, reflexionar sobre por qué deberíamos estar obligados a pensar de manera optimista sobre nuestra vida. Optimismo y felicidad no son sinónimos. Cuando se nos pide que nos mostremos continuamente optimistas olvidan que el fracaso es una vivencia inevitable en toda biografía. El pensamiento mágico («si crees, sucederá») esconde una tiranía psicológico-emocional, sobre todo para la clase trabajadora. Al contrario, el pesimista no espera de manera inocente a que las cosas cambien, sino que, a la vista de lo inevitable del mal, pone remedio para saber encajarlo sin rencor. Aquí podemos recurrir a nuestro maestro Cioran.
Cioran siempre imprime valor frente al sinsentido: «El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad», escribió. El pesimismo es humanista porque, lejos de vender humo felicifoide, nos expone a -y hermana en- la intemperie, que es el escenario natural en el que transcurre la vida.
El pesimismo, siguiendo también a Cioran, es lo contrario del conservadurismo, de ser reaccionario. Escribió algo muy bello al respecto el autor rumano: «Los fracasos de la vida son de una fecundidad impresionante. Éstos no destruyen sino a aquellos seres faltos de consistencia que no viven intensamente, que no pueden renacer». El pesimismo no quiere que las cosas vayan mal: asegura que, muy seguramente, nunca irán mejor y que, por eso, quizá sea preferible tender la mano al otro en vez de resguardarnos en estupidizantes utopías felicifoides.
Al fin y al cabo, lejos de sumirnos en un inoperante quietismo o en un vacuo derrotismo, un sabio pesimismo nos invita a encarar el mundo sin esquivar ninguna de sus aristas, por oscuras o inciertas que puedan resultarnos. Y reinaugura la posibilidad de un necesario humanismo.